Los aguinalderos

La proximidad de la Navidad me trae a la memoria recuerdos de infancia que hoy parecen sueño: yo también fui aguinaldero. En Los Llanos de D. Juan, el pueblo donde crecí, los llamábamos “aguilanderos” o “mochilleros” y, para quien no sepa de qué hablo, diré que me refiero a un grupo de personas, niños en mi caso, que desde el comienzo de diciembre nos juntábamos para ensayar los villancicos que luego cantaríamos, de casa en casa, el día de Nochebuena. No se trataba solo de cantar, cada cual también debía tocar un instrumento: zambomba, guitarra, carraca, pandereta, timbre, palillos… o lo que fuera. El ritmo y las canciones eran tradicionales, todo el pueblo las sabía, solo había que recordar, además de armonizar el conjunto.

Lo que hacíamos, desde la caída de la tarde hasta la hora de la cena de   Nochebuena, tiene un lejano parecido con el “truco o trato” que hace pocos días  he visto por Halloween. Digo lejano, porque nosotros no anunciábamos la muerte sino que cantábamos a la vida. Ensayábamos durante un tiempo y entonábamos un pequeño repertorio en la puerta de cada casa. Así esperábamos a que nos abrieran y nos diesen el aguinaldo.

Aquellas experiencias navideñas las vivíamos con tanta intensidad que se volvieron recuerdos de ocio memorable sin pretenderlo. Ahora que las pienso en la distancia y después de haber estudiado los vericuetos del ocio, sé que una vivencia así requiere algo más que ilusión, es prioritario el empeño, la constancia y el esfuerzo. No era una diversión fácil, había que buscar un lugar donde ensayar en las tardes frías, cercanas al invierno, y dedicarle un tiempo diario a las órdenes de un director. Pero el premio final a ese esfuerzo, bien lo sabíamos, se compensaba luego con pequeños estipendios, dulces artesanos y, sobre todo, con el reconocimiento. No era solo cuestión de aplausos, lo que más me motivaba a mí era la alegría que despertábamos en los vecinos.

Ahora, cuando la esencia de la fiesta navideña quieren centrarla en la compra de regalos, pienso en aquellos aguinalderos  cantando la Navidad, compartiéndola con sus vecinos, y me pregunto cómo recordarán los niños de hoy, años más tarde, las vivencias de estas fiestas: si con la alegría solidaria que rememoro ahora o solo les quedará en la memoria la rabieta del regalo que no llegó o la desilusión del juguete que resultó ser distinto a lo que decían los anuncios.

Afortunadamente, cada vez hay más padres y madres conscientes de que la intensidad de las experiencias de ocio no se nos da gratuitamente. Hay que prepararlas con esfuerzo, tiempo, ilusión y la mirada puesta en los otros. La Navidad es una fiesta que nos invita a trascender, ir más allá de nuestro horizonte cotidiano, alimentar nuestra fe y asombrarnos ante el nacimiento de la Vida. Siempre hay algo intangible que todos podemos regalar a otro sin necesidad de dinero: ilusión, fe, cariño, alegría. Hay vivencias que no tienen precio. Ahí está, o eso me parece a mí, uno de los secretos de la Navidad.

 

Manuel Cuenca Cabeza  12/12/2020

 

 

Compartir es vivir:

También te podría gustar...

5 Respuestas

  1. María del Carmen Aranda Camacho dice:

    Que verdad y que bonito

  2. Alazne Díez dice:

    Francamente, emotivo y entrañable. Me tansporta a un pueblo que no conozco, al tuyo, pero que ahora puedo imaginármelo gracias a ti, un feliz día de Nochebuena de hace unos años. Gracias, Manuel.

  3. Rafael Moisés dice:

    Gracias por llevarme a mi infancia. Yo también salía a cantar la Navidad, a cantar a la Vida y la Esperanza.
    Sin duda con un esfuerzo que recibía una gran recompensa en la alegría de los demás.
    Ahora, de mayor, hemos seguido cantando los amigos de Aliara. En Navidad no podemos dejar de cantar!!! Nostalgia y lágrimas este año.
    Un abrazo

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *