¿Para qué sirve el ocio en la vejez?

Ante una pregunta así, la primera respuesta que se me ocurre es que el ocio sigue teniendo en la vejez las mismas funciones que en cualquier momento de la vida. Hace muchos años que Joffre Dumazedier sintetizó, desde un punto de vista científico, que las experiencias de ocio colaboran en el descanso, la diversión y el desarrollo de las personas, tanto física como mentalmente. Estudios posteriores han proporcionado otras aportaciones que demuestran cómo el ocio también tiene una función social, al potenciar las relaciones interpersonales, además de otras económicas, psicológicas o de innovación en las que no vamos a entrar ahora. Lo que sí quisiera precisar es que estas funciones se refieren a cualquier momento de la vida y, consiguientemente, también están presentes en el ocio de las personas mayores, independientemente de su edad,  estatus o lugar donde se encuentren.

A todo ello hay que añadir que las experiencias de ocio, desde el punto de vista del desarrollo humano, tienen unos efectos de mejora, prevención, mitigación del dolor o mantenimiento de la salud. Unas consecuencias de carácter general que se producen en cualquier edad o momento de la vida. Sin embargo, debo añadir ahora, adquieren una especial importancia y unas características relevantes para las personas jubiladas, por las razones que paso a desarrollar seguidamente.

A nadie se le oculta que la edad de jubilación tiene unas peculiaridades que la diferencian de otras etapas de la vida. Robert Weiss, en su extenso estudio sobre los jubilados en USA, nos recuerda que el periodo de la jubilación se caracteriza por la desvinculación del trabajo. Una pérdida, porque éste había servido, además de recurso económico,  como medio de identidad y de relación. Sin embargo, el autor encuentra en su investigación que los jubilados reciben a cambio tres grandes dones: Tiempo libre, libertad y nuevas posibilidades. Pero solo podemos considerar que estos sean dones en la medida que los aprovechamos para llevar a cabo el proyecto de vida que queremos, de lo contrario, más que de dones podríamos hablar de castigos. Eso lo sabemos desde hace tiempo por los resultados de la investigación empírica (Opoaschowski ,1988). Más recientemente, la OMS señala que el 12% de las personas diagnosticadas con depresión en el mundo tienen más de 65 años y, afirman los expertos, este hecho guarda relación con el cese de la actividad laboral y la sensación de inutilidad social.

En un contexto así, debemos mirar hacia el ocio, no solo desde el punto de vista general que hemos referido antes, sino también desde otro más específico y concreto, como es el ocio de los jubilados. Y esto conviene que sea así; por un lado porque la centralidad de la actividad vital, que hasta entonces la había ocupado el trabajo, puede ser ahora sustituida por el ocio. También, porque se dan las circunstancias más propicias para llevarlo a cabo. Como recuerda Weiss, las personas jubiladas entran en un momento de la vida en el que disponen de los elementos esenciales para experimentar un ocio de calidad: tiempo libre, libertad y posibilidad de enfrentarse a nuevos proyectos y nuevas realidades.

Aún así, no tenemos ninguna garantía de que todas esas condiciones y posibilidades se transformen directamente en experiencias gratificantes de ocio. El ocio forma parte de nuestras vivencias personales y no depende solo de las circunstancias en las que se desarrolla sino, muy especialmente, de la persona, de su mundo de valores, de su formación, de su desarrollo como individuo. Por eso la jubilación, en cuanto momento de transición, es una etapa de la vida que demanda preparación. Si la aprovechamos bien, el ocio ciertamente puede ser un regalo; si no es así, puede ser una maldición. Y esta es una cuestión importante, porque no se refiere a unos pocos; al contrario, es algo que cada vez tiene una mayor incidencia en la población mundial.

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